Las casas viejas de la sierra
- jmnavarro1986
- 30 jul 2020
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 23 feb 2021
Al manejar por la carretera rumbo a Maravillas, el profundo paisaje serrano se ve acompañado de la vista de pequeñas casas de piedra dispersas por las laderas o en las lomitas (construcciones que persisten en toda la región, incluso a veces ocultas en los patios de las nuevas viviendas). Cuando uno mira estas casas, inmediatamente se pone a pensar en cómo las personas llegaron hasta estos lugares y cómo habrá sido habitar en ellas. Algunas ideas campiranas nos llevan a romantizar la existencia dentro de estas viviendas. La manera en que están situadas, los parajes privilegiados con una vista terapéutica, nos hacen imaginar cómo sería nuestra vida ahí, libre de problemas.
Pero más allá de la mirada idílica, las casas cuentan una historia. Son el testimonio de una forma de vivir que persistió durante el siglo XX.
Las personas mayores de la comunidad cuenta que no vivían, sino que sobrevivían. Los problemas en aquellos tiempos no eran pocos. No había luz ni agua. Había que aprovechar la claridad del sol y eso significaba levantarse lo más temprano que se pudiera: cuatro o cinco de la mañana. El agua tenía que ser acarreada en cántaros desde el pozo hasta la casa. Entre las piedras de las paredes solían criarse víboras, de las cuales hasta tenían que cuidarse las mujeres en lactancia porque aquellas podían robarse su leche.
Aunque el deterioro y el abandono han hecho mella, hoy todavía se logran mantener con muy buen aspecto gran parte de estas casas. En su momento, estas construcciones fueron señal de progreso, ya que los hogares anteriormente eran de carrizo o de palos de encino o escobillo unidos por ixtle -un hilo extraído de los magueyes-, y los techos eran de soyate, palma o pasto, las cuales creaban un tejido con carrizos o palos que atravesaban el techo, amarrados igualmente con el ixtle.
Pero luego se comenzó a trabajar la piedra. Su construcción era difícil. Había que sacar la piedra del cerro con pico, barra y marro. Acarrear las macizas piezas en la espalda, o una por una desde la ladera hasta el lugar elegido. Había que rebajar el terreno hasta que se llegara a lo sólido del suelo. No cualquiera hacía las casas. Había dos o tres albañiles, por comunidad, que las hacían. Con habilidad de artesano, iban pegando las piedras con una tierra amarilla que al mezclarse con agua formaba un lodo pegajoso. Conseguían formar un entramado peculiar. Al ver estos muros, deja una sensación de unidad a pesar de las diferentes formas y tamaños de las piedras. Los techos eran primero de cartón y luego se sustituyeron por las láminas. Se atravesaban troncos obtenidos en el bosque para darle soporte y fijación al techado.
Se buscaban zonas estratégicas en donde el terreno tuviera que rebajarse menos. Quedaban en lo que se podría llamar terrazas naturales en la ladera. Algunos patios tenían como vista al vecino de enfrente como si se vieran de balcón a balcón. Con elevar un poco la voz, bastaba para charlar sin necesidad de caminar los 200 metros que quizá las separaban. Aunque otras casitas quedaban en medio del bosque de cedros o a un lado en donde antes corría un arroyo.
La casa consistía en un solo espacio. Era una estancia de dormir, principalmente. Toda la familia, de cuatro a ocho integrantes, dormían en los tradicionales petates o en camas improvisadas con paja de frijol cuando caían las heladas. Las cobijas era los suaderos de los burros. En algunas, se hacía un tapanco para guardar el maíz o para improvisar una segunda área para dormir.
La iluminación era poca. Había solo una ventana pequeña, la cual tenía un marco de madera. Afuera se dejaba un espacio acondicionado para las tareas de la cocina, por lo que sólo se necesitaba un fogón hecho con piedras con un techadito de cartón o ramas. En algunas podría haber una banca improvisada con piedras. Estas casas no necesitaban más zonas de habitabilidad, ya que la naturaleza era sala y patio.
En total, en la localidad de Maravillas, hay de unas catorce a quince casas construidas con piedra. Aunque en la zona (hasta hace apenas unos 20 años atrás, Maravillas se extendía hasta la actual localidad de Puerto del Rosarito) hay otras tantas casas con una antigüedad que puede llegar a rebasar el siglo.
Las casas que siguen habitadas son las que se encuentran en la zona poblacional actual, sobre el espinazo de la montaña. Ahí se encuentra la casa de doña Lupita Mendiola y David González (ambas casas de las más antiguas), la de doña Conco Mendiola y la de doña Trini González.
Las restantes son casas cuyos propietarios ya no las habitan, como la de doña Jovita González, don Eloy Mendiola, don Efrén González, don Cruz González, don Enrique González, don Norberto Reséndiz, doña Isidra Mendiola, don Samuel González, don Margaro González y de don Jerónimo Reséndiz. La migración a las ciudades o a Estados Unidos es una de las causas por las que estas construcciones han quedado como recuerdos idílicos en medio de la espesa vegetación. De igual modo, la reorganización de las viviendas en una zona común a los servicios públicos de luz y agua potable, a la par de la evolución de las modas arquitectónicas, hicieron que estas casas quedaran como sellos históricos de una etapa de la comunidad.
Junto a esa sensación placentera de la existencia que percibe el turista, también caben otros sentimientos como el olvido o la añoranza. Es parte de la historia y de los hombres cambiar de lugar o modificar su ambiente. Lo antiguo fue lo novedoso en su momento, y nos pone a meditar en el día en que también nuestras casas sean vistas como reductos de una vida misteriosa.





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